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Dos Ríos: en brazos de la patria agradecida

Artículo publicado en Cubadebate en la serie Historia de Cuba por Ernesto Limia Díaz. Historiador y Licenciado en Derecho. Vicepresidente primero de la Asociación de Escritores de la UNEAC.

Fragmento del artículo.

El héroe

El 12 de mayo Gómez y Martí llegaron a Dos Ríos, donde confluyen el Cauto y el Contramaestre. Acamparon en La Jatía, finca abandonada de un español acaudalado en la jurisdicción de Jiguaní. Permanecerían en la zona una semana y el 13 retrocedieron para establecer campamento en los ranchos también abandonados del capitán mambí José Rafael Pacheco, en la margen izquierda del Contramaestre. Esperaban a Bartolomé Masó, que andaba en la búsqueda de Maceo, pues este no quería reconocer su mando en Manzanillo, Bayamo y Holguín.
Martí estaba contrariado, peor aún, desanimado. En los 400 km recorridos a partir del desembarco lo colmaron de afecto, pero el Titán reclamaba su salida, después de La Mejorana Gómez se ofuscaba al oír llamarlo Presidente y desde Camagüey Salvador Cisneros Betancourt le dijo en una nota que su lugar estaba en Nueva York.
Ya observaba entre las filas mambisas las contradicciones que vislumbró durante la fase organizativa de la gesta y meditó acerca de qué decisión tomar. Quería permanecer en la manigua, pues sabía cuánto representaba en la idiosincrasia de los cubanos el ejemplo personal, sobre todo en un ejército que luchaba por convicciones, sin exigir nada a cambio, y nunca se sintió tan útil ni tan feliz… A la vez, temía que su soledad respecto a las principales figuras del levantamiento le impidiera conjurar los peligros que amenazaban la armonía entre los mambises. La confluencia de generaciones, clases sociales y tendencias ideológicas en torno a los fines independentistas requería de un liderazgo lúcido, capaz de forjar la unidad en medio de la guerra. ‟¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento?”, se preguntaba, preocupado (Martí, 1975, t. 19: 240).
El 17 de mayo Gómez salió con 40 jinetes a molestar al convoy de Bayamo, que, según le dijeron, llevaba 500 hombres. Dejó a Martí con doce escoltas. La tranquilidad de esa semana arrojó luz sobre el Apóstol: “…seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”, escribió a Manuel Mercado el sábado 18 (Martí, 1975, t. 4: 169). Respecto a su concepción política de la guerra, reiteró al amigo el sentido esencial de su existencia: “…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (ibídem: 167).
Interrumpió la redacción de la carta al caer la tarde, cuando llegó Masó con 300 jinetes mal montados y los caballos exhaustos. Solícito, guardó la pluma y echó el manuscrito inconcluso en el bolsillo de su saco. Conversaron largo rato, a la tenue luz de una vela. Sobre las 10:00 p.m. Masó se retiró para establecer campamento en Vuelta Grande, unos 5 km más al norte, cruzando el Contramaestre.
Acompañado de la escolta, a las 4:00 a. m. del 19 de mayo Martí partió a reencontrarse con Masó. Gómez llegó a Vuelta Grande cerca de las 10:00 a.m. y se generalizó el entusiasmo; la mayoría de los combatientes eran campesinos que desde niños escuchaban de sus padres las anécdotas sobre las hazañas del Viejo. La tropa formó; sumaban poco más de 300 hombres de caballería, incluidos jefes y oficiales. Gómez habló primero; luego Masó. Martí hizo las conclusiones. Arengó con ardor. Lo enorgullecía que lo acogieran como a un combatiente. Al igual que Céspedes, se lanzaba como jefe civil a conducir a su pueblo en la guerra: ‟Por la causa de Cuba, dejaré que me claven en la cruz”, proclamó, una idea que adelantó antes de partir de Montecristi (Loynaz, 2001: 167). ‟En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”, había escrito en República Dominicana (Martí, 1975, t. 20: 478).
Mientras hablaba cautivó a los jóvenes orientales hasta adueñarse de su atención; nunca habían escuchado palabras tan hermosas ni orador tan elocuente. Erguido sobre su caballo Baconao y con el rostro enrojecido por el sol, parecía que las arterias de su cuello iban a estallar por la tensión de la palabra. La amargura contenida frente al temor de no poder evitar los riesgos de la desorganización, la convicción de que solo una campaña rápida neutralizaría las intenciones de Estados Unidos, la certeza de que la república debía crecer de la mano de un gobierno popular, útil, eficaz y respetable, hicieron brotar su prédica más profunda: ‟La revolución triunfará por la abnegación y el valor de Cuba, por su capacidad de sacrificio y decoro de modo que el sacrificio no parezca inútil, ni el decoro de un solo cubano quede lastimado. La revolución trabaja para la república fraternal del porvenir. Sobre las filas heroicas la bandera de Cuba abatirá al opresor […]”, concluyó (Loynaz, 2001: 167). Y aquella masa de campesinos y veteranos estalló eufórica al grito de ‟¡Viva la independencia!”, ‟¡Viva el Presidente!”.
La impresión deslumbradora que Martí dejó entre los combatientes fue el tema de conversación en el vivac. A las 12:00 m. almorzaron y algunos jefes ya se disponían a desplegar las hamacas para la siesta, cuando un oficial de la tropa de Masó llegó sofocado: se habían escuchado tiros en dirección a Dos Ríos.
En efecto, una columna española de 800 hombres guiada por un individuo a quien Gómez envió a Remanganaguas por víveres, se aproximaba al campamento e intercambió disparos con una exploración. Se detuvieron para hacer rancho en la margen izquierda del Contramaestre. Los separaban unos 3 km. Por el frente, las fuerzas enemigas tenían a su favor un estrecho callejón de cerca de alambre púa y terreno poco accesible para la caballería; en su izquierda, el río, con profundos barrancos; por su derecha y retaguardia, inmensos bosques seculares.
Frente a tamaño desafío Gómez se propuso otro Palo Seco. ¿Se lo permitiría la bisoña tropa? Gritó en un arranque: “¡A caballo!”, y le ordenó a Masó seguirlo con su gente. Los cornetas llamaron a formación y un instante después, al toque enardecedor de “a degüello”, salieron a la carrera en dos largas hileras, desbocados, al encuentro del adversario que pretendió darles caza.
La crecida del Contramaestre, el fango del suelo sobresaturado por las lluvias de mayo y la marcha por un terreno enmarañado terminaron por desordenar a una tropa que, en su mayoría, se enfrentaba por primera vez a la guerra. Muchos solo tenían un machete o un revólver; algunos, nada. Apenas consiguieron cruzar el río cerca de 150 hombres. En ese instante, el Generalísimo espetó imperioso al Apóstol: ‟Este no es su lugar, Martí”. El propio Gómez, Maceo e incluso en Estados Unidos, antes de zarpar rumbo a Cuba, le habían repetido demasiadas veces lo mismo; pero ¿cómo retroceder apocado delante de los hombres a quienes dos horas antes se dirigió con tanta pasión?
Con Gómez y Martí a la cabeza los mambises cargaron sobre la tropa que cerraba el callejón cercado. La machetearon y siguieron adelante hasta situarse a tiro de pistola de la infantería que había tomado posiciones ventajosas detrás de los árboles. Pasada la 1:00 p. m., una avanzada del 2.0 batallón peninsular, tendida entre un dagame seco —árbol de entre 15 y 20 m de altura— y un fustete —arbusto ramoso y copudo— de porte imponente, observaba a Martí moviéndose de un lado a otro en su llamativo corcel bayo, con sombrero de castor y saco negro, arengando a las fuerzas libertadoras.
El estruendoso martilleo de los fusiles era ensordecedor: en 90 minutos los españoles dispararon 10 075 cartuchos de fusiles; de estos, más de 7 000 en la vanguardia. Atrapadas entre la tupida arboleda, compactas nubes de humo blanco —provocadas por las descargas de Remington que empleaban pólvora negra— dificultaban la visibilidad. El desdén por la muerte y su determinación de combatir hacían de Martí un ser temerario. Y en la primera oportunidad, con un golpe de bridas salió al encuentro de su destino. Por fin peleaba…
Al calor del combate fue a estrellarse sobre la posición española y el impacto de tres proyectiles lo derribó junto a su caballo. El alférez Ángel de la Guardia, ayudante de Masó que lo acompañaba, aprovechó una breve pausa de la balacera y se retiró en busca de ayuda. Anunció que Martí había sido herido y, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo recogerlo. En un impulso desesperado Gómez se lanzó a intentar recobrar el cuerpo y una barrera de proyectiles desde otra línea española apostada en la barranca del Contramaestre, le impidió acercarse. Lo paralizó una cruel encrucijada: atravesar el fuego cruzado camino a la muerte o resignarse a dejar el cuerpo del símbolo de la revolución en terreno enemigo. Nunca más vería al amigo.
Tirado en el suelo hasta el fin del combate, Martí se desangró; luego lo recogieron los españoles. Fue el único combatiente cubano que cayó en aquella jornada. La esposa de José Rosalío Pacheco, bella andaluza que en medio del tiroteo se metió con los dos hijos debajo de la cama, al salir de su refugio lo vio envuelto en una hamaca, en cuyo fondo había un manchón de sangre. No alcanzó a mirarle el rostro, mas por el vocerío supo de quién se trataba.
Las fuerzas cubanas se retiraron presas de la desesperación. Había muerto un hombre que se adoraba al conocerlo. En la noche no fue preciso tocar silencio.
La prematura caída de José Martí tornaría largo y doloroso el camino de la unidad nacional. Con él moría también, quizás, el único líder capaz de aglutinar a la vanguardia intelectual y a la vanguardia política en torno a los intereses de las masas de campesinos y trabajadores explotados del país. En una nación de analfabetos, el brillante pensador que brotó del seno de un humilde hogar habanero alcanzó estatura de conductor de pueblos. Era esa la razón del odio de la élite autonomista hacia su figura. Uno de sus personeros, al que José Miró Argenter no quiso identificar en sus Crónicas de la guerra, “…dijo que Martí había muerto «como quien era: ¡como un payaso!»” (Miró, 1970, t. I: 65).
Gómez, abrumado, no podía creer lo ocurrido: “¡Qué guerra esta! […] al lado de un instante de ligero placer, aparece otro de amarguísimo dolor. Ya nos falta el mejor de los compañeros y el alma, podemos decir, del levantamiento”, registró esa noche en su diario (Gómez, 1968 a: 285).

Vea el artículo en su totalidad en Artículos de Historia de Cuba. Hechos y personalidades vinculados a los principales acontecimientos de la vida política de la Isla desde la forja de la nacionalidad cubana hasta nuestros días. Cubadebate.

Palabras clave: José Martí, Cuba, Dos Ríos

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